EL
ÚLTIMO DESEO
Anacleto
López, se vino de su tierra, EL Remolino, Zacatecas desde muy joven y nunca
olvido la promesa que les hizo a sus amigos al despedirse, que un día iba a
volver. Llegó al Kilómetro 57, en el Valle de Mexicali, cuando aún el rio
Colorado había que pasarlo en pangas. Había llegado siguiendo la corrida de
pisca de algodón desde Navojoa, pero tuvo mucha suerte, pidió trabajo y fue empelado en la tienda LA MERCANTIL. Esa
tienda era el establecimiento abarrotero más grande de la comarca, era quien
surtía de productos a todos los rancheros de la región. Un verdadero privilegio
ser parte del equipo de esa empresa, no cualquiera era aceptado, pues el
principal requisito era saber leer y escribir, y sobre todo, ser muy bueno para
hacer cuentas. Los empleados de ese mercado, tenían mucho prestigio. Eso le gustó
a Anacleto y se estableció permanentemente, en el poblado.
Ahí
fue donde conoció a María Montes, una muchacha zacatecana también, que año por
año venia junto con su familia a las piscas. Se hicieron novios y cuando ella
regresaba a su estado, la relación seguía vía epistolar. Así fue por más de una década, pues la familia de ella era
muy celosa y no permita que se casara.
Un
día decidieron que era tiempo de vivir juntos, pero ella estaba en Zacatecas y
el en Baja California, por su trabajo Anacleto no podía trasladarse a su estado
y pedirla formalmente o buscar la manera de raptarla, así que, decidieron que
ella se iba a venir con él. Las hermanas
del novio, que allá vivían, fueron de alcahuetas y “se la robaron” para que el hermano no
perdiera el empleo. La llevaron hasta el 57 y la depositaron en el rancho de la
tía Lupe López y no fue hasta que se casaron por la iglesia, que pudieron vivir
juntos.
Rentaron
una casa de adobe que estaba precisamente frente a la estación del ferrocarril.
Para ese entonces la madre de Anacleto, doña Casimira Quintero y su hermano menor, Antonio, habían emigrado
también y vivían todos juntos. Antonio tuvo mucha suerte y fue empleado como
conserje de la secundaria del lugar, así que vivían muy bien.
Pero
la suerte de Anacleto se acabó. De un día para otro LA MERCANTIL cerró. Así
nada más, sin explicación alguna. Cuando llegaron los empleados por la mañana a
trabajar, la puerta estaba cerrada y en la casa donde vivía el dueño, no había
nadie. Se dijeron muchas cosas, pero nada concreto, el caso es que el dueño,
había decidido alejarse para siempre de ahí con todo y familia, dejando todas
sus propiedades al abandono.
Fue
así como Anacleto quedo desempleado, y desesperado, pues María estaba
embarazada de su primer hija. Tuvo que volver a trabajar en el campo. Imposible
volver a su tierra y cumplir la promesa que les había hecho a sus amigos,
máxime que después que naciera Dora María, nacieron, Alicia, Armando, Teresa,
Alfredo, Rosa y finalmente Jorge. Siete hijos que exigían más que nada
alimentación y vestido y antes de lo que el hombre se imaginara, también educación. Se le veía siempre desesperado, el
dinero no alcanzaba para nada.
Su
buena fortuna vino como un juego. Era un caluroso domingo del mes de julio.
Dora María y Alicia, ya de diez y nueve años respectivamente, le habían pedido
a su abuela Casimira que si les daba dinero para comprar un pedazo de hielo y
ponerse a vender raspados. En una tienda de segunda mano habían comprado un
cepillo para raspar hielo y querían utilizarlo. María les siguió el juego a sus
hijas. Pusieron una mesita en la calle frente a la casa y María les hizo un
agua de limón, por ser lo más fácil, para endulzar los raspados. Apenas habían
colocado el puesto de juguete, cuando empezaron a llegar los clientes,
exigiendo aquella golosina refrescante, el calor estaba tremendo. Las niñas
corrieron asustadas y se escondieron. Entonces Anacleto muy molesto por la
actitud de ellas salió a atender a los clientes. En un dos por tres termino el
pedazo de hielo y con un puñado de monedas entro a la casa. Por su experiencia
como empleado de LA MERCANTIL, de inmediato se puso a hacer cuentas. Calculo
cuanto se había gastado en los productos utilizados en la confección de los
raspados y se dio cuenta que se obtenía una ganancia de un 600 por ciento,
entonces muy emocionado le ordeno a María, que se pusiera a hacer más agua para
los raspados, que si fuera posible hiciera de muchos sabores, pero ya, él iba a
ir al expendio de hielo a comprar una barra completa, y que se diera prisa,
porque estaba pensando que no tardaba en llegar el tren bala, y nada perdía con
irle a ofrecer raspados a los pasajeros.
Fue
un éxito total. Aquella noche hizo contabilidad de las ganancias. Mejor que
haber trabajado toda una semana regando. Eso se volvió su actividad.
Desde
muy temprano María se levantaba a hacer las mieles, mientras Anacleto preparaba
el puesto. Cuando llegaba el tren bala corría con su charola llena de raspados
y siempre los terminaba, pero se llegó el tiempo de frio y ese producto resulto
obsoleto, entonces se les ocurrió vender café y donas. El negocio se amplió por
las noches. Con permiso del encargado de la estación, pusieron un puesto donde
vendían tacos dorados, donas y café. Ahí se les veía noche a noche hasta que
pasaba el tren burrito a las once, entonces la pareja recogía los enseres y
regresaban contentos a su casa.
Fue
época de bonanza, tanto que hasta ahorraron para que María y todos sus hijos
fueran a Zacatecas de vacaciones, para que la familia de ella conociera a los
niños y ella recibiera el perdón por haberse fugado con aquel hombre. Ellos
fueron, pero Anacleto no, él tenía que quedarse a cuidar el negocio. Se suponía
que el siguiente año le tocaría ir a él, tenía su promesa pendiente, esa
promesa que ya empezaba a pesarle. Pero no pudo ser así.
Cuando
regreso su familia, sus hijos venían felices contándole mil peripecias que
habían hecho y describiéndole el verdor de su tierra. Anacleto suspiraba con
nostalgia.
El
año siguiente no pudo realizar su viaje, aunque si ahorraron dinero, siempre
sucedía algún percance que lo impedía; que un hijo se les enfermo, que los
niños necesitaban uniformes, algún gasto extra, etc. El caso es que el hombre
no podía regresar y peor, si cuando los
hijos estuvieron en primaria, secundaria y preparatoria le fue difícil, cuando
llegaron a la universidad, se volvió un deseo imposible. Dora María y Alicia
entraron al mismo tiempo. Se tuvieron que trasladar a la capital del estado,
Mexicali, así que hubo necesidad de rentarles una casa, pero eso no era todo,
había que darles para comida, transportes, libros, etc. Entonces ya no fue
suficiente el puestecito de raspados ni la venta de café y tacos por la noche,
así que Anacleto mando construir una carretita empujada por el mismo y luego
que pasaba el tren bala, se iba por las calles a ofrecer sus raspado y frutas,
hasta la tarde que tenía que regresar a preparar el puesto de los tacos.
Fue
época muy difícil, tres hijas en la universidad, Armando y Alfredo en la
CONALEP, Teresa en la normal, solo Jorge que era un niño con capacidades
diferentes quedaba en casa.
Para
todos alcanzaba, aunque los padres, solo se alimentaran de papas y frijoles.
Pero
el tiempo rinde frutos. Hijos e hijas se graduaron. Como si el universo
estuviera esperando solamente eso, que todos los hijos pudieran sostenerse por
sí mismo, fue que a Anacleto se le agravo la diabetes y por el hecho de tanto
caminar empujando su carreta, le fue diagnosticada gangrena en una pierna y
tuvieron que amputársela. Ahí se acabó el negocio. Por mucho tiempo la gente
extraño los taquitos dorados que vendían en la estación del tren del kilómetro
57.
Sus
hijos los recompensaron haciéndose cargo de ellos y un día, en una reunión
familiar, les hicieron una pregunta ¿Cuál era su mayor deseo? Ellos se los iban
a realizar. María se adelantó. Una casa propia, un sueño de vida, algo que
fuera de ella donde vivir. Anacleto se quedó callado. Una casa era mucho para
sus hijos que apenas empezaban a trabajar, así que secundo el deseo de su esposa
y no expreso el de él, el volver a mirar su pueblo natal.
Este
deseo lo pidió algunos años después, ya estando hospitalizado en San Luis Rio
Colorado, ya cuando le había sido diagnosticado un cáncer terminal en el
hígado, ya cuando el doctor le daba, cuando mucho tres días de vida.
Era
el primero de mayo. Su esposa amorosa limpiaba su sudor cuando con mucho
trabajo Anacleto le pidió que hiciera pasar a el mayor de sus hijos varones;
Armando
__
¿Que pasó papá? ¿Cómo se siente?
__
Hijo, siéntate, quiero decirte una cosa.
Armando
obedeció y tomo la mano de su padre, se sorprendió cuando a pesar de la
debilidad, su progenitor apretó su diestra con mucha fuerza.
__
Hijo, un día hice una promesa, le dije a mis amigos que yo iba a volver al
Remolino y nunca la pude cumplir. No me quiero morir sin hacerlo. Hijo, mijo,
por favor, llévame a mi tierra, te lo suplico.
Armando
tembló ante aquella petición. Volteo a ver a su madre que lloraba en silencio.
Los dos se miraron con complicidad. La tarea era muy arriesgada. Ya se los
había dicho el doctor, que se prepararan porque le quedaba muy poco tiempo de
vida al hombre. Pero, aquella petición era única. Él no iba a vivir con el
remordimiento de no haberle cumplido a su padre su último deseo. Su mirada se
volvió interrogante por lo que su madre,
solamente movió la cabeza
afirmativamente.
__SI
padre, prepárese para un largo camino, si lo voy a llevar a su tierra, hoy
mismo, se lo prometo.
En
complicidad con su madre lo acordó. A nadie le iban a avisar sobre aquella
decisión, sabían que en primer lugar el doctor no se los iba a permitir, y
luego, también habría oposición por parte de su hermano y hermanas. Ellos lo
harían solos, tan solo los acompañaría Jorge que por su condición no se podía
separar de su madre.
A
escondidas Armando fue y pidió el permiso para sacar de la zona libre su auto,
luego compró víveres para el camino y ya noche, cuando había menos vigilancia
en el hospital, cargo en sus brazos a su padre y prácticamente robándoselo,
salió con él, lo subió a su automóvil y junto con su madre y su hermanito,
salieron con rumbo a El Remolino, Zacatecas.
Fue
un sufrimiento total todo el camino, tanto para el enfermo como para los
acompañantes. En cualquier tumbo el hombre se quejaba y si se quedaba dormido,
Armando sufría pensando que podía haber pasado lo irremediable.
Amanecía
el día tres de mayo cuando Armando muy cansado después de haber manejado tantas
horas sin detenerse, escuchó la voz
jovial de su padre.
__Mira
hijo, mira, ves aquel cerro que allá se divisa. Es el Cerro de las Ventanas.
Ahí enfrente esta mi pueblo ¡Ya llegamos
hijo, ya llegamos!
Como
si el volver a su tierra le hubiera dado fuerzas, Anacleto empezó a hablar y a
hablar, emocionado contando de sus aventuras de cuando vivía ahí.
Era
tres de mayo, día de la Santa Cruz, patrona del lugar y la fiesta estaba en
grande. Cuando entraron al pueblo, como si estuvieran esperando a un personaje
muy importante, vino al encuentro del automóvil de Armando un grupo de danza y
bailaron frente a él, se lanzaron cohetes y hubo mucha algarabía. Anacleto
contemplo su pueblo, muy cambiado, irreconocible, solamente había tres
cosas que no habían cambiado, el
cerro, las higueras de la plaza y
aquella Santa Cruz centenaria que estaba a un costado de la iglesia. Esos tres
símbolos estaban igual.
Al
pasar frente a la Cruz, Anacleto le pidió a su hijo que se detuviera y bajando
su ventana expreso.
__
Promesa cumplida, ahora sí, cuando tú lo dispongas, ya estoy listo.
Con
la magia de un deseo cumplido, Anacleto tuvo una recuperación milagrosa. El
doctor le diagnosticaba solo unas horas más de vida y aquel hombre estuvo dos
semanas, al término de las cueles hizo otra petición.
__
Ahora si hijo, llévame de regreso a Mexicali.
__
Pero papá, yo pensé que usted…
__
No hijo, quedarme aquí para siempre, no. Aunque aquí están mis muertos, yo
quiero quedar allá, en aquella bendita tierra donde los mire crecer a ustedes,
allá, donde camine tanto tiempo en esa tierra salitrosa, que me dio lo
suficiente para ver que ustedes se convirtieran en unos triunfadores. No hijo,
me tienes que llevar allá, la única manera que tengo para pagarle tanto que me
dio, es entregándole mi cuerpo. Yo quiero ser sepultado en el Valle de
Mexicali.
Y así fue, tuvo la fuerza suficiente para
soportar el viaje de regreso y morir un mes después, en el km 57, en la casa
que sus hijos les habían construido,
como agradecimiento a todo lo que habían hecho por ellos.
Actualmente
la estación del ferrocarril en el Km 57, Estación Coahuila, está en ruinas, ya
no hay tren bala ni burrito, sin embargo, aún hay personas que se acuerdan de
don Anacleto, el señor que vendía raspados y tacos dorados en la estación del
tren.