lunes, 24 de febrero de 2014


EL ÚLTIMO DESEO

 

Anacleto López, se vino de su tierra, EL Remolino, Zacatecas desde muy joven y nunca olvido la promesa que les hizo a sus amigos al despedirse, que un día iba a volver. Llegó al Kilómetro 57, en el Valle de Mexicali, cuando aún el rio Colorado había que pasarlo en pangas. Había llegado siguiendo la corrida de pisca de algodón desde Navojoa, pero tuvo mucha suerte, pidió trabajo y  fue empelado en la tienda LA MERCANTIL. Esa tienda era el establecimiento abarrotero más grande de la comarca, era quien surtía de productos a todos los rancheros de la región. Un verdadero privilegio ser parte del equipo de esa empresa, no cualquiera era aceptado, pues el principal requisito era saber leer y escribir, y sobre todo, ser muy bueno para hacer cuentas. Los empleados de ese mercado, tenían mucho prestigio. Eso le gustó a Anacleto y se estableció permanentemente, en el poblado.

Ahí fue donde conoció a María Montes, una muchacha zacatecana también, que año por año venia junto con su familia a las piscas. Se hicieron novios y cuando ella regresaba a su estado, la relación seguía vía epistolar. Así fue por más  de una década, pues la familia de ella era muy celosa y no permita que se casara.

Un día decidieron que era tiempo de vivir juntos, pero ella estaba en Zacatecas y el en Baja California, por su trabajo Anacleto no podía trasladarse a su estado y pedirla formalmente o buscar la manera de raptarla, así que, decidieron que ella se iba a venir con él.  Las hermanas del novio, que allá vivían, fueron de alcahuetas   y “se la robaron” para que el hermano no perdiera el empleo. La llevaron hasta el 57 y la depositaron en el rancho de la tía Lupe López y no fue hasta que se casaron por la iglesia, que pudieron vivir juntos.

Rentaron una casa de adobe que estaba precisamente frente a la estación del ferrocarril. Para ese entonces la madre de Anacleto, doña Casimira Quintero y su  hermano menor, Antonio, habían emigrado también y vivían todos juntos. Antonio tuvo mucha suerte y fue empleado como conserje de la secundaria del lugar, así que vivían muy bien.

Pero la suerte de Anacleto se acabó. De un día para otro LA MERCANTIL cerró. Así nada más, sin explicación alguna. Cuando llegaron los empleados por la mañana a trabajar, la puerta estaba cerrada y en la casa donde vivía el dueño, no había nadie. Se dijeron muchas cosas, pero nada concreto, el caso es que el dueño, había decidido alejarse para siempre de ahí con todo y familia, dejando todas sus propiedades al abandono.

Fue así como Anacleto quedo desempleado, y desesperado, pues María estaba embarazada de su primer hija. Tuvo que volver a trabajar en el campo. Imposible volver a su tierra y cumplir la promesa que les había hecho a sus amigos, máxime que después que naciera Dora María, nacieron, Alicia, Armando, Teresa, Alfredo, Rosa y finalmente Jorge. Siete hijos que exigían más que nada alimentación y vestido y antes de lo que el hombre se imaginara, también  educación. Se le veía siempre desesperado, el dinero no alcanzaba para nada.

Su buena fortuna vino como un juego. Era un caluroso domingo del mes de julio. Dora María y Alicia, ya de diez y nueve años respectivamente, le habían pedido a su abuela Casimira que si les daba dinero para comprar un pedazo de hielo y ponerse a vender raspados. En una tienda de segunda mano habían comprado un cepillo para raspar hielo y querían utilizarlo. María les siguió el juego a sus hijas. Pusieron una mesita en la calle frente a la casa y María les hizo un agua de limón, por ser lo más fácil, para endulzar los raspados. Apenas habían colocado el puesto de juguete, cuando empezaron a llegar los clientes, exigiendo aquella golosina refrescante, el calor estaba tremendo. Las niñas corrieron asustadas y se escondieron. Entonces Anacleto muy molesto por la actitud de ellas salió a atender a los clientes. En un dos por tres termino el pedazo de hielo y con un puñado de monedas entro a la casa. Por su experiencia como empleado de LA MERCANTIL, de inmediato se puso a hacer cuentas. Calculo cuanto se había gastado en los productos utilizados en la confección de los raspados y se dio cuenta que se obtenía una ganancia de un 600 por ciento, entonces muy emocionado le ordeno a María, que se pusiera a hacer más agua para los raspados, que si fuera posible hiciera de muchos sabores, pero ya, él iba a ir al expendio de hielo a comprar una barra completa, y que se diera prisa, porque estaba pensando que no tardaba en llegar el tren bala, y nada perdía con irle a ofrecer raspados a los pasajeros.

Fue un éxito total. Aquella noche hizo contabilidad de las ganancias. Mejor que haber trabajado toda una semana regando. Eso se volvió su actividad.

Desde muy temprano María se levantaba a hacer las mieles, mientras Anacleto preparaba el puesto. Cuando llegaba el tren bala corría con su charola llena de raspados y siempre los terminaba, pero se llegó el tiempo de frio y ese producto resulto obsoleto, entonces se les ocurrió vender café y donas. El negocio se amplió por las noches. Con permiso del encargado de la estación, pusieron un puesto donde vendían tacos dorados, donas y café. Ahí se les veía noche a noche hasta que pasaba el tren burrito a las once, entonces la pareja recogía los enseres y regresaban contentos a su casa.

Fue época de bonanza, tanto que hasta ahorraron para que María y todos sus hijos fueran a Zacatecas de vacaciones, para que la familia de ella conociera a los niños y ella recibiera el perdón por haberse fugado con aquel hombre. Ellos fueron, pero Anacleto no, él tenía que quedarse a cuidar el negocio. Se suponía que el siguiente año le tocaría ir a él, tenía su promesa pendiente, esa promesa que ya empezaba a pesarle. Pero no pudo ser así.

Cuando regreso su familia, sus hijos venían felices contándole mil peripecias que habían hecho y describiéndole el verdor de su tierra. Anacleto suspiraba con nostalgia.

El año siguiente no pudo realizar su viaje, aunque si ahorraron dinero, siempre sucedía algún percance que lo impedía; que un hijo se les enfermo, que los niños necesitaban uniformes, algún gasto extra, etc. El caso es que el hombre no podía regresar y peor,  si cuando los hijos estuvieron en primaria, secundaria y preparatoria le fue difícil, cuando llegaron a la universidad, se volvió un deseo imposible. Dora María y Alicia entraron al mismo tiempo. Se tuvieron que trasladar a la capital del estado, Mexicali, así que hubo necesidad de rentarles una casa, pero eso no era todo, había que darles para comida, transportes, libros, etc. Entonces ya no fue suficiente el puestecito de raspados ni la venta de café y tacos por la noche, así que Anacleto mando construir una carretita empujada por el mismo y luego que pasaba el tren bala, se iba por las calles a ofrecer sus raspado y frutas, hasta la tarde que tenía que regresar a preparar el puesto de los tacos.

Fue época muy difícil, tres hijas en la universidad, Armando y Alfredo en la CONALEP, Teresa en la normal, solo Jorge que era un niño con capacidades diferentes quedaba en casa.

Para todos alcanzaba, aunque los padres, solo se alimentaran de papas y frijoles.

Pero el tiempo rinde frutos. Hijos e hijas se graduaron. Como si el universo estuviera esperando solamente eso, que todos los hijos pudieran sostenerse por sí mismo, fue que a Anacleto se le agravo la diabetes y por el hecho de tanto caminar empujando su carreta, le fue diagnosticada gangrena en una pierna y tuvieron que amputársela. Ahí se acabó el negocio. Por mucho tiempo la gente extraño los taquitos dorados que vendían en la estación del tren del kilómetro 57.

Sus hijos los recompensaron haciéndose cargo de ellos y un día, en una reunión familiar, les hicieron una pregunta ¿Cuál era su mayor deseo? Ellos se los iban a realizar. María se adelantó. Una casa propia, un sueño de vida, algo que fuera de ella donde vivir. Anacleto se quedó callado. Una casa era mucho para sus hijos que apenas empezaban a trabajar, así que secundo el deseo de su esposa y no expreso el de él, el volver a mirar su pueblo natal.

Este deseo lo pidió algunos años después, ya estando hospitalizado en San Luis Rio Colorado, ya cuando le había sido diagnosticado un cáncer terminal en el hígado, ya cuando el doctor le daba, cuando mucho tres días de vida.

Era el primero de mayo. Su esposa amorosa limpiaba su sudor cuando con mucho trabajo Anacleto le pidió que hiciera pasar a el mayor de sus hijos varones; Armando

__ ¿Que pasó papá? ¿Cómo se siente?

__ Hijo, siéntate, quiero decirte una cosa.

Armando obedeció y tomo la mano de su padre, se sorprendió cuando a pesar de la debilidad, su progenitor apretó su diestra con mucha fuerza.

__ Hijo, un día hice una promesa, le dije a mis amigos que yo iba a volver al Remolino y nunca la pude cumplir. No me quiero morir sin hacerlo. Hijo, mijo, por favor, llévame a mi tierra, te lo suplico.

Armando tembló ante aquella petición. Volteo a ver a su madre que lloraba en silencio. Los dos se miraron con complicidad. La tarea era muy arriesgada. Ya se los había dicho el doctor, que se prepararan porque le quedaba muy poco tiempo de vida al hombre. Pero, aquella petición era única. Él no iba a vivir con el remordimiento de no haberle cumplido a su padre su último deseo. Su mirada se volvió interrogante por lo que  su madre, solamente movió  la cabeza afirmativamente.

__SI padre, prepárese para un largo camino, si lo voy a llevar a su tierra, hoy mismo, se lo prometo.

En complicidad con su madre lo acordó. A nadie le iban a avisar sobre aquella decisión, sabían que en primer lugar el doctor no se los iba a permitir, y luego, también habría oposición por parte de su hermano y hermanas. Ellos lo harían solos, tan solo los acompañaría Jorge que por su condición no se podía separar de su madre.

A escondidas Armando fue y pidió el permiso para sacar de la zona libre su auto, luego compró víveres para el camino y ya noche, cuando había menos vigilancia en el hospital, cargo en sus brazos a su padre y prácticamente robándoselo, salió con él, lo subió a su automóvil y junto con su madre y su hermanito, salieron con rumbo a El Remolino, Zacatecas.

Fue un sufrimiento total todo el camino, tanto para el enfermo como para los acompañantes. En cualquier tumbo el hombre se quejaba y si se quedaba dormido, Armando sufría pensando que podía haber pasado lo irremediable.

Amanecía el día tres de mayo cuando Armando muy cansado después de haber manejado tantas horas sin detenerse,  escuchó la voz jovial de su padre.

__Mira hijo, mira, ves aquel cerro que allá se divisa. Es el Cerro de las Ventanas. Ahí enfrente esta mi pueblo  ¡Ya llegamos hijo, ya llegamos!

Como si el volver a su tierra le hubiera dado fuerzas, Anacleto empezó a hablar y a hablar, emocionado contando de sus aventuras de cuando vivía ahí.

Era tres de mayo, día de la Santa Cruz, patrona del lugar y la fiesta estaba en grande. Cuando entraron al pueblo, como si estuvieran esperando a un personaje muy importante, vino al encuentro del automóvil de Armando un grupo de danza y bailaron frente a él, se lanzaron cohetes y hubo mucha algarabía. Anacleto contemplo su pueblo, muy cambiado, irreconocible, solamente había tres cosas  que no habían cambiado, el cerro,  las higueras de la plaza y aquella Santa Cruz centenaria que estaba a un costado de la iglesia. Esos tres símbolos estaban igual.

Al pasar frente a la Cruz, Anacleto le pidió a su hijo que se detuviera y bajando su ventana expreso.

__ Promesa cumplida, ahora sí, cuando tú lo dispongas, ya estoy listo.

Con la magia de un deseo cumplido, Anacleto tuvo una recuperación milagrosa. El doctor le diagnosticaba solo unas horas más de vida y aquel hombre estuvo dos semanas, al término de las cueles hizo otra petición.

__ Ahora si hijo, llévame de regreso a Mexicali.

__ Pero papá, yo pensé que usted…

__ No hijo, quedarme aquí para siempre, no. Aunque aquí están mis muertos, yo quiero quedar allá, en aquella bendita tierra donde los mire crecer a ustedes, allá, donde camine tanto tiempo en esa tierra salitrosa, que me dio lo suficiente para ver que ustedes se convirtieran en unos triunfadores. No hijo, me tienes que llevar allá, la única manera que tengo para pagarle tanto que me dio, es entregándole mi cuerpo. Yo quiero ser sepultado en el Valle de Mexicali.

 Y así fue, tuvo la fuerza suficiente para soportar el viaje de regreso y morir un mes después, en el km 57, en la casa que sus hijos les  habían construido, como agradecimiento a todo lo que habían hecho por ellos.

Actualmente la estación del ferrocarril en el Km 57, Estación Coahuila, está en ruinas, ya no hay tren bala ni burrito, sin embargo, aún hay personas que se acuerdan de don Anacleto, el señor que vendía raspados y tacos dorados en la estación del tren.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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